Sergei Krikaliov, el cosmonauta que fue abandonado por la Unión Soviética en el espacio

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Sergei Krikaliov

311 días abandonado en el espacio mientras su nación se desmoronaba. Esta es la historia de Sergei Krikaliov, el hombre que se convertiría en el “último ciudadano soviético”.

Sergei Krikaliov estación espacial Mir URSS
Sergei Krikaliov en el interior de la estación espacial Mir durante su prolongada misión de 1991–1992.

El 18 de mayo de 1991, poco antes del amanecer, la cápsula Soyuz TM-12 se elevó desde el cosmódromo de Baikonur rumbo a la estación espacial Mir. A bordo viajaban el comandante Anatoly Artsebarsky, la química británica Helen Sharman —la primera astronauta del Reino Unido— y un ingeniero de vuelo de 33 años, formado en la tradición más exigente del programa espacial soviético y considerado uno de los mejores de su generación: Sergei Konstantinovich Krikaliov.

La misión parecía rutinaria. Mir, la primera estación espacial modular de la historia, llevaba cinco años en órbita y se había convertido en un laboratorio de larga duración habitado casi de forma continua. Desde 1986 orbitaba a unos 400 km de altitud, y era el símbolo más visible de la estrategia espacial soviética en el ocaso de la Guerra Fría. La expedición de 1991 estaba diseñada para durar cinco meses e incluía reparaciones, actualización de sistemas y experimentos científicos que exigían la presencia de un ingeniero de vuelo experimentado. Sergei Krikaliov, que ya había pasado una temporada en la estación, se despidió de su esposa y de su hija pequeña antes de embarcarse en lo que parecía ser otro capítulo más de la rutina orbital de la Unión Soviética.

Pero mientras él flotaba en microgravedad, en la Tierra la estructura política que lo había lanzado al espacio comenzó a resquebrajarse. En agosto de 1991, un grupo de funcionarios conservadores intentó un golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov. El intento fracasó, pero desencadenó una crisis económica, protestas y desintegración política. Krikaliov recibía las noticias por radio, con el retraso y la fragmentación propias de la época, mientras desde la ventana de Mir veía pasar el planeta que cambiaba sin él.

Su regreso estaba previsto para octubre. Pero el 4 de ese mes, cuando debía llegar la tripulación de reemplazo, nadie apareció. La industria espacial soviética estaba desfinanciada. Las repúblicas se declaraban independientes una tras otra. Y, como golpe adicional, Kazajistán proclamó su soberanía el 25 de octubre, dejando al cosmódromo de Baikonur —la base de lanzamiento más importante del programa— bajo control de un país recién independizado. Rusia, envuelta en un caos económico, no tenía ni dinero ni acuerdos firmes para traer de vuelta a su cosmonauta.

Krikaliov, entrenado para enfrentar emergencias, no estaba preparado para la más absurda de todas, convertirse en rehén de la geopolítica.

Una larga espera en microgravedad

Desde tierra le pidieron que permaneciera en órbita “hasta nuevo aviso”. Era un eufemismo. No había presupuesto ni logística para organizar su retorno. La nave que debía traerlo era vieja. Las cápsulas disponibles necesitaban mantenimiento. Los equipos de soporte trabajaban con recursos mínimos. Incluso surgieron rumores, que él confirmaría años después, sobre la posibilidad de que su estadía se prolongara indefinidamente porque era “más barato” mantenerlo en órbita que traerlo a casa.

El 25 de diciembre de 1991, mientras Krikaliov seguía girando sobre el planeta, Gorbachov anunció su renuncia en televisión. La bandera roja con la hoz y el martillo fue arriada del Kremlin. A miles de kilómetros de distancia, un hombre seguía orbitando a 28.000 km/h como ciudadano de un país que ya no existía.

Finalmente, tras negociaciones entre las nuevas autoridades rusas y kazajas, se organizó una misión capaz de traerlo de regreso. El 25 de marzo de 1992, luego de 311 días en el espacio, el doble de lo planeado, la cápsula descendió sobre la estepa helada. Lo sacaron casi en brazos, demacrado, pálido, con las piernas incapaces de sostenerlo tras tantos meses en microgravedad. A su alrededor, los uniformes, los símbolos y las autoridades ya no eran soviéticos. La URSS había desaparecido y su cosmonauta había vuelto a un país nuevo, con un nombre nuevo y una economía en ruinas.

Sergei Krikaliov estación espacial Mir
Sergei Krikaliov, exhausto tras 311 días en órbita, es asistido por el equipo médico minutos después de aterrizar en la estepa kazaja el 25 de marzo de 1992.

Con el tiempo construiría una de las carreras más extensas de la historia espacial, participando en misiones rusas, estadounidenses y en los inicios de la Estación Espacial Internacional, acumulando 803 días fuera de la Tierra. Su carrera unió dos mundos, el de la Guerra Fría y el de la cooperación espacial moderna. Sin embargo, ninguna experiencia sería tan simbólica como aquella que no eligió. Convertirse, por accidente, en el hombre que orbitó la Tierra mientras su país desaparecía.

Por eso, cuando sus botas volvieron a tocar el suelo en 1992, Krikaliov no solo regresó de un viaje espacial. También regresó de una nación que ya no existía. Y así quedó para siempre: el último ciudadano soviético.

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