Cuando pensamos en un satélite orbitando la Tierra, solemos imaginarlo siguiendo una trayectoria inmutable, como si estuviera suspendido en un equilibrio perfecto. Sin embargo, la realidad es más irregular. Nuestro planeta no es una esfera perfecta y su atmósfera, aunque extremadamente tenue en las alturas, ejerce una influencia persistente. Estas dos condiciones —la perturbación gravitatoria y el arrastre atmosférico— son responsables de que las órbitas no permanezcan fijas y de que los satélites requieran maniobras de mantenimiento para conservar su posición y evitar un descenso prematuro.
Nuestro planeta es un geoide, no una esfera
En física, para simplificar cálculos, muchas veces se imagina a la Tierra como una esfera perfecta y uniforme. En realidad, la Tierra no es completamente redonda, sino un geoide, achatada ligeramente en los polos y ensanchada en el ecuador. Este abultamiento ecuatorial genera una pequeña irregularidad en el campo de gravedad, conocida en términos técnicos como coeficiente J₂.
El efecto de esta anomalía es constante y acumulativo, y cambia con el tiempo la forma en que se orienta la órbita de un satélite. Por un lado, provoca que el punto donde la órbita cruza el ecuador se desplace lentamente. Además, hace que el periapsis —el punto de la órbita más cercano al planeta— también vaya rotando.

En misiones de observación terrestre o sistemas de navegación, estos cambios pueden ser críticos, ya que un satélite podría dejar de pasar sobre el mismo lugar a la misma hora, afectando la precisión de los datos obtenidos. Por eso, los ingenieros los contemplan desde el diseño inicial de la órbita o los corrigen mediante maniobras periódicas.
Un freno invisible: el arrastre atmosférico
A varios cientos de kilómetros de altura, la atmósfera terrestre parece haberse desvanecido, pero no desaparece por completo. En la región conocida como órbita terrestre baja (LEO) —aproximadamente entre los 160 y los 2.000 kilómetros de altitud— el aire es extremadamente tenue, aunque suficiente para ejercer resistencia sobre un objeto que se desplaza a más de 27.000 kilómetros por hora. Este fenómeno, denominado arrastre atmosférico, actúa como una fricción con las partículas de aire y funciona como un freno constante, reduciendo gradualmente la velocidad orbital y provocando una pérdida progresiva de altitud.
La intensidad del arrastre depende de la densidad atmosférica, que varía con la actividad solar. Cuando el Sol está especialmente activo, las capas superiores de la atmósfera se expanden, aumentando la resistencia y acelerando el decaimiento orbital.

Este es un factor clave para constelaciones como Starlink, cuyos satélites operan en LEO entre los 340 y 580 km, donde el arrastre atmosférico es lo bastante fuerte como para hacer que, sin correcciones periódicas, sus trayectorias desciendan de forma natural hasta reentrar en la atmósfera.
La Estación Espacial Internacional, que orbita a unos 400 kilómetros de altura, también está sujeta a este efecto. Para contrarrestarlo, enciende sus propulsores varias veces al año en maniobras conocidas como reboost para recuperar la energía perdida y mantener su trayectoria.
Las perturbaciones terrestres y la batalla por mantenerse en órbita
En el diseño y la operación de un satélite, el J₂ y el arrastre atmosférico son factores inevitables. Algunas misiones logran mitigar el efecto del J₂ eligiendo órbitas que lo convierten en una ventaja, como las heliosíncronas, donde la precesión causada por la perturbación terrestre se utiliza para mantener una iluminación constante sobre la superficie observada. Otras, en cambio, dependen de correcciones periódicas con propulsores para evitar que la órbita se desvíe de sus parámetros previstos.
Frente al arrastre atmosférico, la única defensa es disponer de combustible para ejecutar encendidos que recuperen la altitud perdida o, en su ausencia, aceptar una vida útil limitada. Este último caso es común en muchos CubeSats, cuyo descenso y reentrada están determinados por la altitud inicial y la actividad solar.
Lejos de ser un tecnicismo menor, estas perturbaciones dictan la duración operativa de una misión, condicionan su consumo energético y determinan cuándo y cómo debe retirarse un satélite de forma segura. Comprenderlas y anticiparlas es esencial para maximizar el rendimiento, reducir costos y garantizar el éxito de la misión. En el espacio cercano a la Tierra, la diferencia entre operar durante años o meses no siempre la marca la tecnología a bordo, sino la forma en que se enfrenta la influencia constante de la gravedad y la atmósfera.
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