La matriz energética argentina vive un momento de paradoja. Por un lado, el país atraviesa un boom de producción de petróleo y gas gracias a Vaca Muerta, que permitió revertir el histórico déficit energético y alcanzar en 2024 el mayor superávit del sector en dos décadas. Por otro lado, avanza a paso lento un proceso de adopción de energías renovables que ubica a Argentina por debajo del promedio global en participación de fuentes limpias dentro de la matriz primaria.
Aunque la electricidad de origen renovable creció en los últimos años, el conjunto del sistema energético sigue siendo abrumadoramente fósil. Hoy, el 86% de la energía primaria proviene de gas y petróleo, mientras que el restante 14% se reparte entre hidroelectricidad, energía nuclear y renovables modernas. Es una transición incompleta, con avances puntuales pero sin una hoja de ruta coherente que articule lo económico con lo ambiental.
Esta estructura no es nueva. Se consolidó en la década del 60 con la expansión del gas natural, que desplazó progresivamente al petróleo del mercado interno. A diferencia de otros países, Argentina casi no utiliza carbón, lo que le otorga un perfil de emisiones bajo por unidad de energía, aunque no menos dependiente de fuentes no renovables.
Sin embargo, el contexto global cambió. La Agencia Internacional de Energía estima que las inversiones en energía limpia ya duplican a las dirigidas a combustibles fósiles a nivel mundial. En este escenario, Argentina enfrenta un dilema estratégico, ya que debe mantener la bonanza económica de Vaca Muerta y, al mismo tiempo, avanzar hacia la transición global hacia matrices eléctricas de muy baja emisión.

Un sistema eléctrico con avances renovables, pero todavía atado al gas
El caso eléctrico evidencia esta dinámica dual. La generación está dominada por el gas natural, que aporta el 55–60% de la electricidad del país. La hidroelectricidad, variable según la disponibilidad hidrológica, ronda el 20–22%. La energía nuclear, por su parte, aporta el 7–8% y atraviesa uno de sus mejores momentos históricos, con generación récord en 2024.
El avance más significativo se observa en las renovables no convencionales. Entre energía eólica, solar, biomasa y pequeños aprovechamientos hidroeléctricos, Argentina supera los 7.100 MW instalados bajo el marco de la Ley 27.191, alcanzando el 16–18% de la demanda eléctrica durante el primer semestre de 2025. Sin embargo, esta proporción queda por debajo del objetivo legal del 20% fijado para diciembre de este año.
El recurso existe, la tecnología es competitiva y la demanda está. El obstáculo, sin embargo, se encuentra en la infraestructura. La capacidad de transmisión en alta tensión está saturada en las regiones donde el viento y el sol son más abundantes. Esto impide en ciertos momentos despachar plenamente muchos parques ya construidos y, sobre todo, limita la aprobación de nuevos proyectos.
La Ley 27.191: impulso decisivo y freno estructural
La sanción de la Ley 27.191 en 2015 fue el punto de inflexión que permitió multiplicar la capacidad renovable instalada. La obligación de los grandes usuarios de satisfacer un porcentaje creciente de su consumo con fuentes renovables y la creación del Mercado a Término de Energías Renovables (MATER) generaron un flujo de inversiones que transformó el mapa energético argentino.
Pero ese impulso encuentra ahora dos barreras. Por un lado, las líneas troncales que conectan la Patagonia y el NOA con los nodos de mayor consumo están saturadas. Por el otro, la ley vence a fines de 2025 y aún no existe un nuevo marco regulatorio que establezca objetivos post-2025, incentivos, mecanismos de despacho y un esquema de financiamiento capaz de sostener la expansión renovable.
La expansión de los hidrocarburos
El polo energético más dinámico del país está en Vaca Muerta. La formación neuquina ya concentra el 58 % de la producción nacional de petróleo y el 70% del gas natural. Su expansión permitió revertir el déficit energético y alcanzar el mayor superávit del sector en casi dos décadas. Entre 2024 y 2025, los acuerdos para exportar gas a Brasil, la ampliación del Gasoducto Presidente Néstor Kirchner y el megaproyecto de gas natural licuado (GNL) impulsado por YPF, Adnoc y Eni consolidaron la posición de Argentina como un potencial exportador neto de hidrocarburos.
Desde una perspectiva macroeconómica, la explotación no convencional genera divisas, atrae inversiones y contribuye a estabilizar la balanza comercial. Pero a largo plazo, la consolidación de infraestructura fósil con horizontes de 30 años choca con los compromisos globales de descarbonización, y la tendencia mundial hacia la reducción del consumo de petróleo y gas.
En este contexto, Argentina necesita las divisas del gas para financiar su economía, pero esa expansión puede retrasar la transición energética y generar activos varados si el mundo avanza hacia matrices verdes más rapidamente. La clave no es abandonar el gas, sino evitar sobredimensionar su infraestructura y usar su aporte económico como palanca para construir un sistema eléctrico renovable.

Qué es realmente “energía verde” en Argentina
Desde una perspectiva técnica, el concepto de “energía verde” abarca a la eólica, la solar, la mini-hidro, la bioenergía gestionada de manera sostenible y también a la energía nuclear. Todas estas fuentes tienen en comun una huella de carbono por unidad de energía sustancialmente inferiores a las del gas y el petróleo.
En Argentina, esto implica que el camino de la descarbonización pasa necesariamente por tres vectores: la expansión renovable, la modernización del parque hidroeléctrico y nuclear existente, y la electrificación de sectores intensivos en combustibles fósiles, especialmente el transporte y la calefacción residencial.
La discusión ambiental sobre grandes represas y energía nuclear es legítima, pero desde el punto de vista de emisiones totales, ambas forman parte de cualquier matriz eléctrica baja en carbono con capacidad robusta. Los desafíos de estos sectores no son técnicos, sino de impacto ambiental, financiamiento y estabilidad normativa.
Potenciales regionales: dónde tiene sentido crecer
Argentina posee uno de los recursos renovables más diversificados y competitivos del hemisferio sur. La Patagonia concentra algunos de los mejores vientos del planeta, con factores de capacidad que superan el 45%. El NOA y Cuyo registran niveles de irradiación comparables con los del desierto de Atacama. La región pampeana ofrece un enorme potencial para bioenergía, biogás y biofertilizantes a partir de residuos agrícolas y ganaderos. Y la cordillera reúne múltiples sitios aptos para pequeños aprovechamientos hidroeléctricos de bajo impacto. Es un mapa energético excepcional que no solo indica dónde es más barato generar electricidad, sino también dónde conviene invertir para maximizar rendimiento, reducir emisiones y mejorar competitividad internacional.
En este contexto, cada dólar destinado a la eólica patagónica o a la solar jujeña produce más energía y evita más emisiones que el mismo dólar invertido en generación térmica de respaldo. La combinación de viento del sur e hidrógeno verde incluso abre la puerta a nuevas cadenas industriales, como la fabricación de fertilizantes o el acero verde, que podrían posicionar al país en segmentos de alto valor agregado. Sin embargo, esa oportunidad sigue en pausa. La falta de una ley específica para el hidrógeno impidió avanzar con los megaproyectos anunciados en 2021, que requieren previsibilidad fiscal y regulatoria para materializarse.
Algo similar ocurre con el litio. Argentina podría consolidarse como líder global si logra desarrollar técnicas de extracción directa que reduzcan el impacto ambiental de los salares y permitan escalar la producción sin comprometer ecosistemas frágiles. Este salto tecnológico está ligado al avance de dos industrias , la electromovilidad y el almacenamiento energético, esenciales para redes eléctricas con alta penetración renovable.

Una transición posible, pero desarticulada
Argentina está frente a una oportunidad excepcional. Tiene una de las reservas de gas no convencional más relevantes del mundo, un régimen de vientos y radiación solar de clase internacional, capacidad tecnológica nuclear propia, abundantes recursos bioenergéticos y litio en cantidades estratégicas. El problema no es la disponibilidad de energía, sino la ausencia de una estrategia unificada que articule esos recursos bajo un mismo proyecto de país.
La transición energética no exige abandonar Vaca Muerta, sino utilizarlo como puente financiero, tecnológico y logístico para expandir renovables. Tampoco se trata de apostar a ciegas por tecnologías futuras, sino de integrar las fuentes ya disponibles con inversiones selectivas en hidrógeno, almacenamiento y litio.
El verdadero interrogante no pasa por la capacidad nacional, sino por lo que nuestro país está dispuesto a hacer para convertir sus recursos en una transición energética real. Esa discusión se vuelve especialmente relevante en un contexto donde la agenda ambiental no ocupa un lugar central en la conducción nacional y donde el enfoque oficial prioriza la lógica de mercado antes que una planificación energética integral.
Argentina tiene los recursos, la capacidad técnica y la oportunidad de convertirse en un actor energético competitivo en un mundo que avanza hacia la descarbonización. Lo que falta es transformar esa abundancia en política, y esa política en estrategia. El desafío no es sólo tecnológico; es, sobre todo, político.
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