A mediados de los 2000, entre los últimos respiros del transbordador espacial y un presupuesto federal cada vez más ajustado, la NASA se encontró frente a un dilema que venía madurando hacía tiempo. La combinación de recortes, exigencias políticas y la NASA Authorization Act de 2005 obligó a la administración espacial estadounidense a redefinir su papel. La respuesta fue un cambio de rumbo: concentrarse en la ciencia y las misiones de alto riesgo tecnológico, y delegar el transporte rutinario a órbita baja en empresas privadas. De esa decisión nacen los programas comerciales de carga y tripulación, articulados en el marco de Commercial Orbital Transportation Services (COTS), lanzado en 2006 como una alianza público–privada para desarrollar vehículos y servicios de carga hacia la Estación Espacial Internacional (ISS).
La lógica era simple y brutalmente capitalista. En lugar de que la NASA diseñara y operara sus propios cohetes para todo, la agencia pasaría a comprar servicios de transporte a empresas que pusieran su propio capital en juego y buscaran también otros clientes.
De los Ferraris espaciales a los autos de serie
El giro conceptual vino acompañado de un cambio económico enorme. Durante la era del transbordador, poner carga paga en órbita baja rondaba los US$ 54.500 por kilo. Con la llegada del Falcon 9, ese costo cayó a unos US$ 2.720 por kilo, una reducción de alrededor del 95%.
Cuando el transporte se abarata de esa manera, la lógica de los satélites también cambia. Si subir algo al espacio es carísimo, tiene sentido construir “Ferraris espaciales”, plataformas únicas, sobredimensionadas, repletas de redundancias, diseñadas para durar diez o quince años. Pero si el costo de lanzamiento baja drásticamente y se vuelve factible fabricar en serie, empieza a ganar terreno la escuela de los satélites más simples y menos durables… pero mucho más baratos y reemplazables.
Ese cambio de estrategia industrial abre la puerta a algo que antes era casi anatema. En lugar de depender exclusivamente de componentes espaciales de altísima calificación, se vuelve viable incorporar partes comerciales del mundo automotriz, aeronáutico o electrónico, si el perfil de misión lo permite. La robustez deja de apoyarse únicamente en cada satélite individual y pasa a sostenerse en la renovación frecuente de la constelación.

El modelo argentino: satélites Ferrari y un único cliente
Mientras Estados Unidos y Europa abrían la puerta de par en par al New Space, Argentina consolidaba un modelo distinto.
Con la creación de la CONAE en los años noventa y la serie de satélites SAC –todos ellos científicos, de alta complejidad y fabricados con estándares estrictos en cooperación con la NASA–, el país se instaló como un actor serio en observación de la Tierra y misiones científicas avanzadas.
Sobre esa trayectoria se construyó la etapa siguiente. Los ARSAT, satélites geoestacionarios de telecomunicaciones, y más tarde los SAOCOM, dos plataformas de tres toneladas equipadas con radar de apertura sintética en banda L, ampliaron todavía más el nivel tecnológico alcanzado. En todos los casos, INVAP actuó como contratista principal, junto a un ecosistema de organismos públicos y empresas tecnológicas locales.
Ese recorrido consolidó un modelo basado en desarrollos de excelencia técnica. Sin embargo, el modelo de negocio se convirtiría más tarde en un problema: siempre hay un solo cliente, el Estado nacional.
Mientras el Estado pudo financiar programas plurianuales de cientos de millones de dólares, el esquema funcionó. Pero cuando la macroeconomía se deteriora y el gasto público se ajusta, sostener un plan basado en pocas misiones gigantes se vuelve imposible.

New Space a la criolla
En paralelo a ese modelo clásico, empezó a aparecer, medio a los empujones, un New Space con tonada argentina.
El caso más conocido es Satellogic, fundada en 2010 con apoyo del sistema científico, que hoy opera una constelación de microsatélites de observación y vende servicios a escala global. La empresa arrancó incubada en Bariloche y, con el tiempo, abrió oficinas en EE.UU. y Europa, escalando su negocio y accediendo a otros mercados.
No está sola. En los últimos años surgieron iniciativas como Innova Space, LIA Aerospace, Tlon Space, Space Sur, DTA y otras startups que trabajan en nanosatélites, propulsión, servicios de dato satelital o desarrollo de tecnología embarcada. Más recientemente, Epic Aerospace lanzó su primer remolcador orbital a bordo de un Falcon 9 y firmó acuerdos con actores internacionales para ofrecer servicios de transporte en órbita.
Estas empresas ya juegan en en la liga del New Space: buscan financiamiento mixto, apuntan a mercados globales y hablan de escalabilidad. Pero lo hacen desde un ecosistema local que todavía arrastra inercias del modelo viejo, con acceso limitado a infraestructura estatal y una dificultad crónica para financiar hardware de alto riesgo desde el mercado local de capitales.

Un Estado que se achica cada vez más
La discusión se vuelve urgente cuando miramos la coyuntura argentina de los últimos dos años.
Desde 2024, el país atraviesa un ajuste fuerte, con reducción del gasto público y una caída marcada en la inversión en ciencia y tecnología. La función Ciencia y Técnica del presupuesto nacional registró en 2024 una disminución del 30% respecto de 2023. En 2025 la ejecución continuó descendiendo, con recortes que impactaron en salarios, programas y proyectos de investigación, y también en la compra de equipamiento científico.
La CONAE no escapa a ese panorama. Entre 2023 y el proyecto de presupuesto 2026, la agencia estaría acumulando una reducción del 60% de su financiamiento. Esto impacta en el ritmo de nuevos desarrollos, la retención de personal calificado y la continuidad de programas de lanzadores propios.
En un escenario donde el Estado reduce su rol como inversor principal, la industria espacial queda obligada a reconfigurar su modelo. Confiar en que INVAP, VENG o cualquier otro integrador nacional pueda sostenerse únicamente con grandes contratos estatales para satélites Ferrari ya no es realista. La excelencia técnica sigue siendo un orgullo, pero ya no alcanza. Ahora también es imprescindible ser comercialmente viable.

Qué significa que Argentina se vuelva New Space
Hablar de New Space en Argentina no debería ser un cosplay de SpaceX. No tenemos ese mercado interno, ni esa estructura de capital. Pero sí podemos tomar la lógica y adaptarla a un contexto donde la restricción principal no es el talento, sino el modelo económico.
El primer cambio pasa por cómo se conciben los productos espaciales. Si Argentina sabe hacer satélites complejos, la pregunta ya no es “¿podemos?”, sino “¿en qué formato todo ese know-how se vuelve vendible?”. Con capacidades de ese nivel, en lugar de apostar todo a un único satélite de US$ 300 millones, tiene más sentido desarrollar buses satelitales modulares exportables y compatibles con lanzadores comerciales, o empaquetar subsistemas específicos —por ejemplo, radar, propulsión eléctrica, software de vuelo o sistemas de control de actitud— para integrarse en plataformas de terceros, abriendo también la posibilidad de dar el salto hacia rovers, módulos u otras plataformas cuando el mercado lo requiera.
El segundo cambio tiene que ver con el rol del Estado. Incluso un Estado más chico puede seguir siendo cliente principal si diseña bien su demanda. Comprando servicios de observación de la Tierra o comunicaciones mediante contratos competitivos, abriendo el juego a consorcios público–privados y privilegiando soluciones escalables sobre proyectos irrepetibles. Algo similar a lo que hizo la NASA con COTS. En vez de pagar por “un cohete”, paga por “misiones de servicio” y deja margen para que la empresa venda ese producto a otros clientes.
El tercer frente es la infraestructura estratégica. Argentina dispone de salas limpias, bancos de ensayo, estaciones terrenas y laboratorios comparables a los de países desarrollados. Pero para una startup, acceder a esa infraestructura suele ser un vía crucis de trámites, costos poco claros y tiempos impredecibles. Si esa infraestructura se reconvierte en una verdadera plataforma de servicios, se multiplica la cantidad de actores capaces de diseñar y probar hardware competitivo sin tener que emigrar.
Finalmente, está el tema de los nichos. No vamos a liderar todos los segmentos del mercado espacial, pero sí tenemos ventajas claras en algunos, como radar de apertura sintética, software y electrónica de misión y análisis de datos geoespaciales. Empezar por ahí, con productos ajustados a las métricas del New Space puede ser la diferencia entre una industria que sobrevive y una que solo vive de su pasado glorioso.
“You’ve got a problem. Change your f****** car”
Nada de esto implica renegar del modelo clásico que nos trajo hasta acá. Nuestros satélites y misiones espaciales son logros enormes y demostraciones de que el país puede jugar en la primera división espacial cuando se lo propone.
El problema es que el partido cambió. El costo de lanzamiento bajó, las constelaciones se cuentan de a cientos de satélites y las agencias espaciales se ven cada vez más como articuladoras de ecosistemas, no como fábricas únicas de hardware. En casa, el Estado se achica, la ciencia pelea por recursos básicos y los plazos largos se volvieron un lujo.
En ese escenario, insistir con fabricar solo Ferraris espaciales financiados íntegramente por el presupuesto nacional es una estrategia que, tarde o temprano, se estrella contra la pared. La alternativa es aceptar que el conocimiento ya está, que la ingeniería existe y que lo que falta es traducirla a un lenguaje New Space, con productos más simples y exportables, pensados para un mercado que no se termina en Buenos Aires.
En el fondo, es una discusión muy argentina. No tenemos que abandonar el juego, sino ajustar el planteo táctico. Si la carrera industrial espacial del siglo XXI se va a correr en otro auto, la pregunta no es si nos gusta o no. La pregunta es si queremos seguir en la pista, o mirar la competencia desde la tribuna.
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