A las 11:02 a.m., hora exacta de la detonación de la bomba atómica “Fat Man” en 1945, Nagasaki guardó un minuto de silencio. En el Parque de la Paz, el alcalde Shiro Suzuki advirtió que “el riesgo de una guerra nuclear es más real que nunca” y pidió que la memoria de las víctimas sea un faro contra la escalada armamentística global.
Tres días atrás, Hiroshima recordó su propia tragedia. Hoy, Nagasaki lleva el peso de ser el último lugar donde un arma nuclear se usó contra seres humanos, una marca indeleble que debería haber sellado para siempre el límite de la guerra… pero que el mundo insiste en poner a prueba.

Del infierno atómico al arsenal invisible
La bomba que arrasó Nagasaki mató a 27.000 personas al instante y elevó la cifra a 70.000 para finales de 1945, debido a heridas y efectos de la radiación. Su poder destructivo marcó el límite de lo que la humanidad estaba dispuesta a infligirse. O al menos eso creímos.
Hoy, la condena moral a la bomba nuclear sigue siendo unánime. Sin embargo, los arsenales crecen. El Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) reconoce solo a cinco países como poseedores legítimos de armas nucleares: Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido. Entre ellos, Rusia y EE.UU. concentran cerca del 87% del total mundial, y están modernizando sus ojivas y sistemas de lanzamiento. China, por su parte, acelera la expansión de su arsenal con la construcción de silos y misiles de alcance intercontinental, incluidos modelos hipersónicos capaces de maniobrar a velocidades superiores a Mach 10.
Fuera del TNP, hay potencias nucleares “de facto” que desarrollaron sus armas por fuera del marco legal internacional. India y Pakistán nunca firmaron el tratado y mantienen una carrera armamentista regional, e Israel mantiene una política de ambigüedad sin negar oficialmente su arsenal. A este grupo se suma Corea del Norte, que se retiró del TNP en 2003 y multiplicó sus ensayos de largo alcance.

En paralelo, potencias que hablan de paz despliegan sistemas como Golden Dome o Aegis. Aunque están diseñados para interceptar misiles enemigos, su existencia responde a una estrategia militar que forman parte de una lógica de guerra permanente. En Ucrania, drones kamikaze y sistemas de combate autónomos libran batallas que combinan IA con capacidad letal masiva, dejando miles de muertos sin que se dispare una sola bala tradicional.
No son bombas atómicas, pero su alcance estratégico y su potencial para destruir sociedades enteras es innegable.
Una nueva Guerra Fría con más jugadores
El mundo vive una competencia estratégica más fragmentada y volátil que la del siglo pasado. Si en la Guerra Fría original el equilibrio dependía de dos superpotencias y de reglas tácitas para evitar el desastre, hoy la disuasión se reparte entre múltiples actores, con intereses cruzados y sin canales de diálogo estables. La proliferación tecnológica —desde misiles hipersónicos hasta armas de precisión de largo alcance— reduce el tiempo de reacción ante una amenaza, y eso aumenta el riesgo de decisiones precipitadas.
La rivalidad ya no se limita al número de ojivas, sino a quién domina el siguiente salto tecnológico. Sistemas espaciales capaces de inutilizar satélites, ciberataques a redes de mando y control, y plataformas autónomas con capacidad letal reconfiguran el tablero en tiempo real. La estabilidad estratégica, que en la Guerra Fría descansaba en la previsibilidad, hoy se ve erosionada por la velocidad de la innovación y la ausencia de acuerdos que la contengan.

Nagasaki como advertencia
La imagen de una ciudad reducida a cenizas debería bastar para frenar cualquier impulso de destrucción masiva. Sin embargo, la conmemoración de hoy revela una paradoja inquietante. Condenamos el horror absoluto de la bomba atómica, pero aceptamos —e incluso celebramos— otros desarrollos militares que, en manos equivocadas, podrían provocar desastres de magnitud comparable.
Recordar Nagasaki no es mirar una fotografía antigua, es asomarse a un espejo que nos devuelve el rostro del presente. En un mundo donde los conflictos armados se multiplican y las armas son cada vez más rápidas, precisas y autónomas, la lección de 1945 sigue sin ser aprendida. La memoria de aquella mañana no debería quedar atrapada en los actos conmemorativos, debe ser un compromiso activo para impedir que la historia se repita. Mientras la tecnología avance sin un timón ético y las armas se perfeccionen más rápido que la diplomacia, cualquier ciudad podría despertar un día y descubrir que se ha convertido en la próxima Nagasaki.
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