El 20 de julio de 1969, hace 56 años, Neil Armstrong descendía del Módulo Lunar Eagle e inscribía una de las frases más memorables de la historia: “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”. Lo que había comenzado como una carrera geopolítica entre superpotencias terminó siendo el mayor logro tecnológico del siglo XX. Pero lo que pocos anticipaban entonces es que pasarían más de cinco décadas sin que la humanidad volviera a pisar la Luna.
El retorno al satélite natural se convirtió en una deuda simbólica y tecnológica. Hoy, 56 años después, ese regreso parece finalmente estar en marcha.
Del éxito técnico al silencio lunar
A pesar del éxito de la misión y de los seis alunizajes posteriores, el programa Apolo fue cancelado tres años después. Las razones fueron múltiples: el altísimo costo del programa, la caída del interés político tras ganar la carrera, y un cambio de prioridades en la NASA.
Desde 1972, la Luna quedó fuera del alcance humano. Las décadas siguientes se volcaron al desarrollo de estaciones espaciales en órbita baja, sondas interplanetarias y telescopios espaciales.
¿Por qué cuesta tanto volver si ya lo hicimos siete veces?
Este frecuente interrogante es legítimo. Para muchos resulta desconcertante que, habiendo alunizado con éxito siete veces, la humanidad haya tardado más de medio siglo en intentar regresar. La respuesta no es simple, pero tiene raíces claras en tres dimensiones: económica, técnica y política.
En primer lugar, el costo. El programa Apolo absorbió, en su auge, más del 4% del presupuesto federal de Estados Unidos. Hoy, la NASA representa apenas el 0,4%. El Apolo no fue un esfuerzo sostenible, fue una inversión extraordinaria, en un contexto extraordinario. La presión de vencer a la Unión Soviética justificó gastos sin precedentes. Pero una vez ganada la carrera, ese nivel de financiamiento ya no fue políticamente viable.
Desde el punto de vista técnico, el desafío tampoco es trivial. Si bien las misiones Apolo demostraron que llegar a la Luna es posible, también dejaron en claro que no es fácil. Cada misión implicaba múltiples lanzamientos, un nuevo cohete descartable y un sistema de alunizaje que no podía reutilizarse.
Además, las misiones eran cortas y limitadas en capacidades científicas. Regresar con la intención de permanecer implica resolver problemas mucho más complejos: desde la habitabilidad hasta la logística interplanetaria. Nada de eso estaba resuelto en 1972.
En el plano político, el interés por la Luna fue reemplazado durante décadas por otros objetivos estratégicos. La Guerra Fría viró hacia otras dimensiones, la cooperación internacional ganó terreno, y el foco se trasladó hacia misiones científicas no tripuladas y estaciones espaciales en órbita baja. Además, con la disolución de la URSS, desapareció el incentivo competitivo que había motorizado el Apolo.
La combinación de estos factores explica el largo paréntesis lunar. No fue una falta de capacidad, sino una falta de motivación estructural, de presupuesto sostenido y de una narrativa política que justificara el esfuerzo.
Una nueva carrera lunar, con ambición sostenida y múltiples protagonistas
El regreso a la Luna comenzó a tomar forma en la última década, impulsado por factores estratégicos, tecnológicos y geopolíticos. A diferencia de la era binaria Apolo, hoy el escenario es más amplio y dinámico. La irrupción de actores privados como SpaceX, Blue Origin o Intuitive Machines permitió reducir costos, acelerar desarrollos y abrir nuevas posibilidades operativas.
En paralelo, potencias emergentes como China e India consolidaron programas lunares robustos. Las misiones Chang’e convertieron a China en un actor clave, incluyendo el primer alunizaje exitoso en el lado oculto del satélite. Rusia, por su parte, proyecta una base conjunta con Beijing, mientras que Japón e India también concretaron misiones robóticas exitosas.
Artemisa: El intento de la NASA
El programa Artemisa, liderado por la NASA, es la respuesta estadounidense a esta nueva coyuntura, que busca establecer una presencia sostenible. A través de los Acuerdos Artemisa, Estados Unidos intenta fijar las reglas del juego para esta nueva etapa de exploración lunar. Sin embargo el marco legal aún deja abiertas cuestiones sensibles como la explotación de recursos y el rol de los actores comerciales en un territorio sin soberanía.
En lo técnico, Artemisa combina herencias del pasado con innovaciones radicales. El cohete SLS, basado en motores del transbordador espacial, ya voló en 2022 con Artemisa I, pero acumula años de retrasos y sobrecostos.
La cápsula Orion de Lockheed Martin será la encargada de transportar a los astronautas hasta la órbita lunar. Allí se acoplarán con el módulo de descenso, que será una versión adaptada del Starship de SpaceX. Este sistema representa un salto tecnológico respecto del módulo Eagle: mayor capacidad de carga, maniobras autónomas y diseño reutilizable.
Pero aún resta mucho por validar. La versión lunar de Starship todavía no voló, ni Orion transportó tripulación. Las futuras misiones deberán probar operaciones en órbita lunar, acoplamientos y sistemas de soporte vital prolongado. También se trabaja en hábitats presurizados, impresión 3D con regolito, trajes más versátiles y generación de energía para resistir las noches lunares. A esto se suma la necesidad de explotar recursos locales, como el agua congelada, clave para producir oxígeno y combustible in situ.
El futuro de la Luna, 56 años después
El cronograma actual es tan ambicioso como incierto. Artemisa II, la primera misión tripulada alrededor de la Luna, está prevista para no antes de 2025. Artemisa III, que marcaría el regreso humano a la superficie, podría concretarse en 2026 o 2027. Todo dependerá de variables técnicas, presupuestarias y políticas. Pero el objetivo es claro: no se trata de ganar una carrera, sino de construir una infraestructura que permita a la humanidad habitar, explorar y trabajar más allá de la Tierra.
A 56 años del Apolo 11, la Luna vuelve a ocupar el centro de la agenda espacial. Ya no como un trofeo, sino como una plataforma. El futuro de la exploración no empieza en Marte ni termina en órbita terrestre: empieza con resolver, de manera sostenible, cómo vivir a 384.000 km de casa. Esa será, esta vez, la verdadera conquista.
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