Allá por 2022 me había cebado escribiendo sobre The Line, esa ciudad futurista que Arabia Saudita decía que iba a reinventar todo: cómo vivimos, cómo nos movemos, cómo consumimos energía. Renders impecables, edificios espejados, gente caminando por pasillos luminosos como si vivieran dentro de un trailer de Netflix. Era imposible no comerse la curva. Tres años después, volví a mirar el proyecto con el mismo entusiasmo inicial… y con un poco más de realismo. Porque entre la promesa de “la ciudad del futuro” y lo que realmente existe hoy, hay una distancia que no te la resiste ni el mejor filtro de Instagram. Así que esta edición es eso: agarrar aquel sueño del 2022, sacudirlo un poco y ver qué queda en pie en 2025.

El sueño futurista — cómo lo vendieron al mundo
La idea original tenía ese encanto irresistible de las cosas que parecen diseñadas por alguien que nunca tomó el 60 un lunes a la mañana. Una ciudad-línea de 170 kilómetros, 500 metros de alto, climatizada, sin autos, sin calles, sin humo, sin bocinas, sin fricción. Todo eléctrico, todo limpio, todo eficiente. Servicios a cinco minutos, transporte vertical, algoritmos que ajustan la luz según la hora del día, IA que hace de “cerebro urbano”.
Era una mezcla entre Black Mirror y un catálogo de Apple: todo brillante, ordenado y silencioso. Y claro, formaba parte del megaproyecto NEOM, el emblema del Vision 2030 saudí, esa apuesta gigantesca para dejar atrás la dependencia del petróleo y reposicionar al país como hub tecnológico global.
En ese momento sonaba a revolución total. Hoy… bueno, sigamos que ahora viene la parte interesante.
Cuando el render se encuentra con la obra
La primera pista de que algo no estaba saliendo como en los videos llegó casi sin querer: los kilómetros construidos no eran 170… ni 70… ni 17. Las estimaciones más realistas hablan de apenas un tramo inicial, muy lejos de esa línea infinita que recorría el desierto como una navaja de luz.
Después vinieron los recortes. O mejor dicho, el “redimensionamiento estratégico”, que es como decir “muchachos, ajustemos un toque las expectativas”. Los informes internacionales empezaron a marcar lo obvio: que levantar dos paredes de 500 metros de alto a lo largo de 170 kilómetros suena épico, pero es carísimo, logísticamente demencial y casi imposible de sostener en tiempos y costos reales.
A eso se sumó un detalle que no aparecía en los renders: la gente. Porque una cosa es imaginar 9 millones de personas mudándose a una ciudad sin autos y otra es lograr que efectivamente suceda. ¿Quién vive ahí primero? ¿Por qué? ¿Cómo se sostiene la operación diaria? ¿Y cuánto cuesta mantener kilómetros de fachada espejada en medio del desierto?

En paralelo, hubo ralentización de obras, cambios de alcance, despidos en empresas vinculadas al proyecto y un escenario fiscal saudí un poco menos generoso que en 2022. Nada que derrumbe The Line, pero sí lo suficiente como para bajarlo del Olimpo futurista y ponerlo donde siempre debió estar: en la categoría de “megaexperimento urbano con riesgo alto y ejecución incierta”.
En síntesis: la ciudad del futuro sigue en pie… pero en una versión bastante más corta, más lenta y más cara que la prometida.
El futuro también tiene condiciones
Si algo enseña The Line es que las ciudades del futuro no se construyen sólo con diseño espectacular y slogans épicos. Hay una parte del futurismo que funciona muy bien en presentaciones, pero otra —la importante— que depende de variables mucho menos glamorosas: logística, presupuesto, mantenimiento, gobernanza, plazos reales.
La primera lección es casi obvia, pero necesaria: la tecnología no es un atajo. Podés meter IA, sensores, transporte autónomo y energía limpia, pero si la infraestructura base no cierra, no cierra. Una ciudad es más que edificios brillantes: es agua, es basura, es ventilación, es temperatura, es seguridad estructural. Todo eso tiene un costo que no se resuelve con un pitch de campaña.

La segunda es sobre escalabilidad. Es fácil imaginar cómo se vería la vida en 170 kilómetros de ecosistema urbano perfecto; es más difícil construir el primer kilómetro. Y todavía más difícil que ese primer kilómetro sea atractivo para vivir, trabajar, invertir y operar sin perder millones por día. Los mega-proyectos fallan cuando el “prototipo” no es replicable.
La tercera es la dependencia del ciclo económico. Vision 2030 nació en un contexto de petróleo alto, billetera generosa y ambición global. Tres años después, la conversación del Reino se mueve: más foco en industrias específicas (IA, semiconductores, logística), y menos en estructuras gigantes pensadas para marcar una época. Cuando cambia el clima fiscal, cambian las prioridades.
Y la cuarta, tal vez la más relevante: todo proyecto urbano necesita una narrativa que soporte la realidad, no solo la imaginación. Si la gente no quiere mudarse, si las empresas no se instalan, si los servicios no funcionan, la ciudad deja de ser utopía y pasa a ser arquitectura sin habitantes. El verdadero test no es el render: es la ocupación.
Tres años después de la presentación original, The Line sigue siendo un proyecto en marcha, pero ya no es la promesa descomunal que ocupó titulares globales. Hoy está en una fase más acotada, más lenta y mucho más dependiente de decisiones financieras que de renders futuristas.
La pregunta ya no es si Arabia Saudita puede construir una ciudad lineal de 170 kilómetros. La pregunta real es si puede operar un primer tramo funcional con residentes, servicios, movilidad interna y costos sostenibles. Ese es el punto crítico que va a definir la credibilidad del proyecto.
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