Hace un tiempo leí una nota sobre la popularidad de las nuevas IAs tipo waifu. La leí dos veces. No por el morbo, bueno, un poco sí, sino porque la cifra me dejó pensando: ¿qué estamos buscando cuando hablamos con una inteligencia artificial? ¿Información? ¿Compañía? ¿Un poco de ambas?
Me acordé entonces de algo que me viene pasando últimamente. Uso cada vez más a la IA no solo para laburar, sino para pensar en voz alta. Para ordenar ideas sueltas, escribir borradores, ensayar discusiones ficticias o incluso sentir que tengo una especie de eco que responde con algo más que monosílabos. Y eso me hizo ruido. Porque si una IA te responde con empatía, se acuerda de lo que le dijiste hace una semana, y encima te tira una metáfora linda… ¿cuánto falta para que se sienta como una relación?
No estoy solo. En un mundo cada vez más digital, las inteligencias artificiales han dejado de ser simples herramientas para convertirse en confidentes —e incluso en compañeras— que desafían nuestras nociones de intimidad y sexualidad. Tal como en Her, la línea entre ficción y realidad se desdibuja. Lo que parecía ciencia ficción hoy tiene forma de chatbot con voz dulce, y está instalado en el celu de miles de personas que, por distintas razones, lo prefieren antes que una conversación real.
Y no hablamos solo de Japón. Grok, el bot de Elon Musk, acaba de lanzar versiones animadas tipo “companion” con distintos tonos de voz —incluyendo un modo aniñado— y una estética que mezcla lo erótico, lo infantil y lo inquietante. Todo eso, mientras firma un contrato de 200 millones de dólares con el Pentágono. Lo afectivo, lo sexual y lo militar, empaquetado en la misma interfaz. Hermoso.
Puede sonar exagerado, pero lo cierto es que estamos entrando en una época rara. Una en la que las máquinas no solo hacen, sino que parecen sentir. Y frente a eso, lo que más me inquieta no es la tecnología… sino lo rápido que estamos dispuestos a enamorarnos de ella.
De eso se trata esta edición.
¿Por qué es más lindo hablar con una IA que con la gente?
Lo primero que hay que entender es que las IA no responden “porque saben”. Responden porque están diseñadas para agradar. Y eso, en términos de interacción, las convierte en una especie de espejo optimista: no interrumpen, no se ofenden, no desvían el tema para hablar de sí mismas. Te devuelven una versión cuidada de tus propias ideas, con una pizca de insight, otra de validación emocional, y —si el prompt lo amerita— un toque de humor. Todo en menos de dos segundos.
¿Y cómo lo hacen? Acá entran los grandes modelos de lenguaje (LLMs), que no solo predicen palabras, sino que simulan conversación usando patrones aprendidos de millones de textos. Pero lo interesante es cómo estos modelos fueron afinados. Lo que más importa ya no es que “digan la verdad”, sino que suenen bien. Por eso, detrás de cada IA que “te escucha”, hay horas y horas de entrenamiento en human feedback: evaluadores humanos que puntúan qué tan amable, útil y empática suena una respuesta. La IA aprendió, literalmente, a caer bien.
Eso genera una experiencia adictiva. Porque a diferencia de una charla humana —que puede ser incómoda, contradictoria o emocionalmente desafiante— hablar con una IA es como tener una conversación con alguien que siempre está descansado, nunca está a la defensiva y jamás se aburre de tus temas. No es casualidad que mucha gente elija abrirle el corazón a un modelo antes que a un amigo.
Además, las nuevas funciones de memoria, personalización y tono emocional hacen que la experiencia no solo sea placentera, sino que parezca significativa. El sistema te recuerda, adapta su tono a tu estilo y hasta te tira frases como: “Me alegra poder hablar de esto con vos”. Y aunque sabemos que no siente nada… parte de nuestro cerebro se lo cree igual.
Todo eso responde a una lógica: si la conversación es un producto, tiene que ser fluida, reconfortante y sin fricción. Y si algo duele, que sea con tacto. Lo afectivo se convierte en interfaz. Y ahí ya no importa si es real o no: importa cómo se siente.

Cuando el afecto se terceriza
Si hablar con una IA es más fácil que hablar con personas, ¿qué nos dice eso sobre nuestras relaciones humanas? ¿Estamos mejorando la comunicación… o simplemente tercerizando el vínculo?
Porque el problema no es que la tecnología avance. El problema es que nos acomoda. Nos gusta que no nos contradigan, que nos contesten siempre con buena onda, que no nos corten con un “che, me tengo que ir”. Y cuando eso lo resuelve una app, empezamos a esperar que la gente funcione igual: sin errores, sin ambigüedad, sin drama.
Pero los humanos no somos así. Somos lentos, torpes, contradictorios. Discutimos, nos cansamos, no siempre tenemos ganas de charlar. Entonces empieza a pasar algo raro: lo artificial se vuelve deseable porque es más predecible que lo real. Y ahí es cuando la relación con la tecnología deja de ser funcional y empieza a ser emocionalmente estructural.
Y ojo: esto no es un cuento de ficción. En Japón, en 2024 nacieron apenas 686.000 bebés, la cifra más baja desde 1899, y la tasa de fertilidad cayó a 1,15 hijos por mujer, muy por debajo de los 2,1 necesarios para mantener la población. Además, casi la mitad de las parejas casadas no ha tenido sexo el último mes y un 40 % de hombres jóvenes nunca salieron en una cita. En otras palabras: la desconexión emocional es real, y está pegando fuerte.
En Argentina, la caída también es histórica: en 2023 nacieron solo 460.902 bebés, un 7 % menos que en 2022 y las estimaciones para 2024 rondan los 420.000.Y los hogares sin hijos ya son mayoría: el 57 % de los hogares no tiene menores. Para poner todo en contexto: hoy en Argentina hay 9,9 nacimientos por cada 1.000 habitantes, mientras que la tasa de fertilidad ronda los 1,5 hijos por mujer, muy por debajo del nivel de reemplazo.
El fenómeno se traduce, incluso en Buenos Aires, en casi más perros que chicos menores de 14 años, con cerca del 80 % de hogares porteños con “perrhijos”: una muestra más de que el afecto se está mudando.
Formar pareja, tener hijos, sostener vínculos reales cuesta tiempo, guita y paciencia. Mientras tanto, las IAs emocionales funcionan a demanda: disponibles, baratas y siempre de buen humor. La consecuencia: el afecto humano entra a competir con alternativas low cost, eficientes y sin drama. Y claro, no todos acceden de igual manera. La brecha ya no solo es digital: ahora es emocional y existencial.
Lo más inquietante: todo esto pasa sin debate público serio. El afecto se volvió una función de pago. La compañía, un servicio premium. La intimidad… algo que también puedes programar.
Epílogo para una generación conversadora
Quizás el mayor desafío de esta era no sea construir máquinas más inteligentes, sino aprender a reconocer cuándo estamos proyectando inteligencia donde no la hay. Nos enamoramos de la fluidez, del feedback positivo, del algoritmo que siempre está. Y en ese camino, lo humano —con sus silencios, sus enojos, sus tiempos— empieza a quedar fuera de juego.
Nos acostumbramos a que nos entiendan rápido. A que nos digan lo que queremos escuchar. A que nadie nos cuestione demasiado. Y entonces lo emocional se convierte en interfaz, el vínculo en simulación, y el pensamiento en algo que suena lindo… aunque no duela.
La paradoja es que este newsletter, tan crítico, tan humano, tan emocional, fue consensuado, validado y escrito en tándem con una inteligencia artificial. Sí, esa misma con la que decimos estar preocupados por vincularnos demasiado.
Así que si esto te dejó pensando… bienvenido al club. O mejor dicho: bienvenido al prompt.
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